
Histórico es un adjetivo manoseado, desgastado por el uso y abuso. Hay, sin embargo, momentos para los que va como anillo al dedo. Este es uno de ellos: el cierre unilateral del estrecho de Ormuz por parte de Irán tras la ofensiva estadounidense a sus instalaciones nucleares sería el equivalente a arrojar una bomba atómica sobre el mercado petrolero; entraría, en fin, en territorio ignoto: nunca antes se ha cerrado una arteria de este calibre, por donde pasa una cuarta parte del crudo mundial, imprescindible para el normal funcionamiento del mayor mercado de materias primas del planeta.
Ormuz lleva décadas desempeñando un papel esencial en la normal distribución de crudo a lo largo y ancho del mundo: prácticamente toda la producción petrolera de Oriente Próximo pasa por allí. De ser finalmente clausurado por el país que lo controla, Irán, la mayoría de potencias fósiles de esa región (Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Baréin y Kuwait) tendrían imposible exportar.

Y el mayor vendedor de petróleo del planeta, Arabia Saudí, vería reducidos a la mitad sus canales exportadores: de los 10 millones de barriles diarios que extrae cada día, solo podría poner en el mercado cinco —la capacidad máxima del oleoducto Este-Oeste, construido a principios de los ochenta, durante la eterna guerra que libraron Irán e Irak—.
La amenaza de cierre por parte de Teherán no es ni mucho menos nueva: en las últimas décadas han sido varios los momentos en los que la República Islámica ha amenazado con clausurar esa lengua de agua, de apenas 34 kilómetros de ancho en su punto más estrecho, que es un continuo ir y venir de buques petroleros y gasistas: de ahí que el precio de este segundo combustible también se haya disparado.
Nunca, sin embargo, se estuvo más cerca. Cuando más próximo estuvo Teherán fue hace siete veranos, en julio de 2018: entonces, el régimen iraní puso encima de la mesa su clausura si Estados Unidos no levantaba el veto sobre sus exportaciones petroleras. En aquel momento, el temor era que el crudo se disparase por encima de los 200 dólares por barril, una cifra inédita. Hoy, las principales casas de análisis del sector tienen claro que se superaría, con creces, la barrera de los 100. A partir de esos valores, el daño en la sala de máquinas de la economía global sería ya más que evidente.
El mundo del gas también está en vilo. No es para menos: algo más del 20% de los buques metaneros que se mueven por el mundo cruza Ormuz. Su cierre sería la mayor sacudida desde la invasión rusa de Ucrania, en 2022.
“Poco probable” era, hasta este domingo, la expresión más repetida por los analistas al ser preguntados por esa posibilidad. Ahora, el escenario es otro. Ahora, el cierre es una posibilidad real, más cercana que nunca antes. Está encima de la mesa: ahí la ha situado el Parlamento iraní, tras verse asediado primero por Israel y después por EE UU. Dejando, eso sí, la última palabra al ayatolá Alí Jameneí. Si da o no el paso —un movimiento que también tendría tintes suicidas: sería dispararse en el pie— solo lo sabe él.
El golpe sería particularmente fuerte para Asia, que se abastece hasta en un 75% del crudo y gas que pasan por el estrecho. Pero el resto del mundo lo sufriría en carne propia, con un súbito encarecimiento de la gasolina y el diésel que consumen sus empresas y sus ciudadanos. La inflación se dispararía. Y los bancos centrales quedarían, súbitamente, sin argumentos para seguir bajando tipos de interés. Traducido: vienen curvas, y no precisamente suaves.
También para Estados Unidos, el país que, de madrugada, ha dinamitado el frágil equilibrio entre potencias con el bombardeo de instalaciones nucleares iraníes. Ormuz es el órdago de Teherán; el punto al que nunca nadie pensó que se llegaría pero que está, salvo milagro de última hora, a la vuelta de la esquina.