
El jueves pasado, a las 10 de la mañana, me enteré de que la ACUM (Sociedad de Autores, Compositores y Editores de Música de Israel) me había otorgado el premio a la trayectoria de toda una vida. “¿La trayectoria de toda una vida? ¡Si todavía no has cumplido los 60!”, me dijo mi mujer, “¿no te parece raro?”. “Supongo que sí”, respondí, “pero más vale que no hablemos mucho de ello, no vaya a ser que me quiten el premio”.
Diecisiete horas más tarde, cuando me desperté y me enteré de que Israel había bombardeado el complejo nuclear iraní de Natanz y en cualquier momento Irán iba a empezar a lanzar misiles contra Tel Aviv, la idea de recibir tan pronto un premio a la trayectoria de toda una vida me pareció un poco menos absurda. Al fin y al cabo, nunca se sabe cuándo va a decidir un misil balístico que ha llegado la hora de paralizar tus actividades. Y allí estábamos otra vez, Shira y yo, sentados en la escalera de nuestro edificio, que no tiene refugio antiaéreo, prestando atención a las explosiones e intentando recordar tiempos mejores. Unos tiempos en los que, en vez de esperar pasivamente a que cayera sobre nosotros un cohete desde la estratosfera, teníamos la iniciativa y se nos ocurrían cosas creativas sobre las que discutir: la forma adecuada de cargar el lavavajillas, cómo educar a nuestro hijo y a qué temperatura poner el aire acondicionado. Unos tiempos en los que hacer las paces dependía de nosotros, no de Netanyahu ni Trump.