
Escribo hoy desde la tristeza con que estos últimos días contemplo el devenir del mundo. Cuando a nivel internacional parece que ya nada puede ir a peor, aparece una nueva guerra que nos recuerda que sí, que todo puede ir a peor. Los ataques de Israel a Irán y la consiguiente respuesta iraniana han derivado ya en una guerra abierta de consecuencias impredecibles, tanto por la amenaza nuclear como el riesgo de posible entrada de Estados Unidos en el conflicto, que podría llevarnos de nuevo a una situación con un impacto de grandes dimensiones en la economía y la seguridad globales.
Lo que sí es predecible es que cada vez que estalla un nuevo conflicto, sufre el conjunto del planeta, sufren el comercio y los intercambios de todo tipo, y sufren especialmente quienes son más dependientes ante los vaivenes económicos: los países en desarrollo. Y en este perjuicio, ahora mismo, siempre están en primera línea los países africanos. Paradojas de la vida: los africanos son los que más sufren el cambio climático siendo los que menos han contaminado y, además, son los primeros en percibir impactos en su día a día cuando caen misiles a miles de kilómetros de distancia.
Aquí algunos ejemplos: tras el ataque israelí y las represalias de Irán, los precios del petróleo subieron en más de 4 dólares el barril, un porcentaje ligeramente superior al 5%. En un país como Ghana, en pleno proceso de recuperación económica y en negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para evitar la quiebra en el servicio de su deuda, se calculaba que los precios del combustible iban a subir hasta un 7 por ciento en las dos semanas siguientes al inicio del conflicto. La recuperación de Ghana, señalaban hace meses los expertos, iba muy vinculada a que el precio del petróleo pudiera mantenerse bajo.
Otro ejemplo es Sudáfrica, donde su moneda, el rand, cayó un 1,6% respecto al dólar. En términos financieros, los bonos gubernamentales se encarecen cuando los inversores externos ven crecer el factor riesgo, lo que irremediablemente complica las cosas a aquellos países, los africanos, a los que la economía mundial siempre ha tendido a considerar inestables.
Otro de los factores que resultan curiosos de seguir son también los puramente diplomáticos y geopolíticos. Diversos países africanos habían iniciado en los últimos años buenas y estrechas relaciones con Irán.
Sudáfrica, Burkina Faso o Níger constituyen buenos ejemplos de ello. Todo esto conlleva una presión a la opción que muchos países africanos vienen reclamando desde hace años como superación del esquema colonial: dejar de vivir con un gran y principal socio, ex potencia colonial, para poder diversificar socios y aprovechar las potencialidades de otros actores.
Ya los países africanos recuerdan claramente las consecuencias que tuvo para ellos el intento de invasión rusa de Ucrania, que evidenciaron la vulnerabilidad de un África que sufría aún la dura resaca del parón global por el COVID-19. Además del encarecimiento de productos básicos como alimentos, combustible o fertilizantes, los cálculos de algunos economistas cifran en un 0,2% el impacto de la guerra de Ucrania en el PIB del continente. En algunos países, como Etiopía, Kenia o Sudán, el impacto fue demoledor, pudiendo llegar hasta 3 puntos de sus PIB nacionales.
La guerra en Europa exacerbó las debilidades preexistentes en nuestro continente vecino. Muchos gobiernos africanos ya tenían un espacio fiscal limitado debido a la pandemia, y el aumento de las tasas de interés globales y los costos de endeudamiento tras la invasión rusa redujeron aún más su capacidad de gasto en desarrollo. En 2023, el 16% de los 68 países más pobres del mundo (cerca de unos cuarenta, africanos) estaban en riesgo alto o ya en situación de sobreendeudamiento, el doble que en 2015.
Las recurrentes sacudidas geopolíticas globales subrayan la urgente necesidad de que África forje a nivel global su propio camino hacia la resiliencia socioeconómica. Porque el escenario geopolítico parece diáfano: con Estados Unidos habiendo desechado África como prioridad estratégica (algo evidente con los recortes de la cooperación norteamericana en los ámbitos humanitario y de la salud, primero, y ahora con las prohibiciones directas a la entrada en Estados Unidos a personas con pasaporte de países concretos) y con Europa no solo en claro retroceso sino en un momento de profunda impopularidad por todo el continente (el ejemplo claro de todo ello es Francia).
En este contexto, los países del continente abren sin complejos un melón de realineamiento y diversificación de alianzas, que en algunos casos incluyen socios que, por su comportamiento con Europa, desde aquí consideramos hostiles y peligrosos, como es el caso de Rusia. Es la llamada multipolaridad, que incluye socios como China, Turquía, Irán, Corea, India o los Estados del Golfo.
Para afrontar los vaivenes geopolíticos con mayor autonomía, África necesita profundizar su apuesta por la autosuficiencia y la transformación estructural. Este proceso ya está en marcha: se promueven reformas fiscales para movilizar recursos internos, se fortalecen las instituciones financieras africanas como el Banco Africano de Desarrollo y se recurre a mecanismos innovadores como los bonos de la diáspora o las asociaciones público-privadas.
La industrialización y el comercio intraafricano, impulsados por la Zona de Libre Comercio Africana, la AfCFTA, están cobrando fuerza como pilares de una nueva estrategia de desarrollo que prioriza la producción local, especialmente en sectores clave como la farmacéutica, la agroindustria y el procesamiento de minerales. A su vez, las inversiones en energías renovables y economía digital están abriendo nuevas fronteras de crecimiento y soberanía tecnológica.
Solo un ejemplo aquí con cifras de lo que puede suponer la apuesta del libre comercio intraafricano: en sus previsiones, la que constituirá la zona de libre comercio más grande del mundo, la AFCFTA, planea incrementar en los próximos 10 años en más de un 50% el comercio intraafricano y generar hasta 450.000 millones de dólares adicionales en ingresos para la economía del continente.
En el horizonte, los países africanos tienen claro que la solución pasa por dejar de ser un receptor pasivo de políticas globales para convertirse en un agente estratégico con mayor poder de negociación. Dejar de exportar cacao para fabricar directamente el chocolate, para entendernos. Su control de recursos críticos, el crecimiento demográfico récord —su población será la más numerosa del mundo a fines de siglo— y su inserción en un mundo multipolar le otorgan un peso geopolítico que no tiene precedentes.
Pero consolidar esta posición no es fácil, y para lograrlo el continente deberá priorizar la estabilidad institucional, la seguridad, la inversión en capital humano y la integración económica. Solo así podrá transformar su potencial en una verdadera resiliencia frente a las turbulencias globales, construyendo un modelo de desarrollo sostenible y justo, cuyas economías dejen de temblar cada vez que un misil estalle en Tel Aviv o en Teherán.